miércoles, 28 de noviembre de 2012

Recordando a la Casta Navarra (II)


En la actualidad, pocas son las reses de nuestro encaste estrella. De quince mil cabezas que pastan en Navarra, La Rioja y Aragón, destinadas al festejo popular hay que añadir, alrededor de novecientas más o menos son puras; tanto como lo fueron ‘Llavero’, ‘Nevao’ o ‘Generoso’. Este encaste que tan bravo es y famoso fue, hay que recordar que a finales del XIX y principios del XX, dejó de aparecer por las grandes ferias, por su falta de humillación, su gran intuición al desarrollo de la lidia, o quizás por pequeño tamaño. Hoy en día, podemos nombrar a la ganadería de Miguel Reta, asentada en el norte de Navarra, cerca de Logroño. Quizá, un ganadero de los llamados ‘románticos’, que está haciendo un gran trabajo de selección e ilusionado de poder llevar otra vez a esta casta al lugar que le corresponde, como casta fundacional que es. Si ustedes quieren saber más sobre el trabajo de éste enamorado, les recomiendo la visualización del siguiente video: http://www.youtube.com/watch?v=jkX_Q_0SE7M

Entrando un poco en materia, citaré unas equivocadas palabras de un tal “Guerrita” que dijo: “…el toro navarro procede de unas vacas lecheras, propiedad de un tal Lecumberri que pastan en Murillo de las Limas y que las fuerzas de estos pastos las hizo bravas…” Pastos que debería haber en otras épocas, no cabe duda de ello, pero que a día de hoy han dado paso a campos de cultivo. Actualmente, la mayoría de las tierras que ocupan estas reses son terrenos ásperos, duros y malos. Dicen que solo este encaste es capaz de sobrevivir en tan espartanas condiciones, que otras razas flaquean e incluso mueren cuando son llevadas adultas, y que sólo las jóvenes, a base de buenos piensos, pueden ir aclimatándose.

Ese tal Lecumberri, fue ganadero Tudelano, esposo de doña Isabel de Virto y Luna, hija de don Martín de Virto, y que se tengan noticias ya corría toros por el año 1715. Cavando más profundo, tan poderosa raíz, encontramos a Joaquín Antonio Beamont y Mesía, Marqués de Santacara, llegando a formar el principal tronco donde arrancan las principales vacadas navarras. En 1690 se lidian toros en Pamplona a nombre del señor Marqués, y en 1701 en el de su capellán, don Juan Escudero Valero, quien transmite la ganadería a Martín de Virto. Fue Antonio Lecumberri Virto, quien vendería todo en cuatro partes: a Francisco Javier Guendulain, Antonio Lizaso, Joaquín Zalduendo y Felipe Pérez Laborda. Hasta aquí, la flor de esta casta. Avanzando en el tiempo, nos encontramos numerosos nombres, entre ellos el de Nazario Carriquiri, pero por no aburrir más con datos y fechas, hablaremos de ello en otra ocasión.

Sin embargo, llevándome la contraria, retrocedemos en el tiempo y buscando datos curiosos,  los encontramos, como no podía ser de otra manera: Juan Gris, natural de Tudela, en 1388 (anda que no ha llovido) vende toros a Pamplona para ser corridos y muertos a venablo (arma arrojadiza tipo lanza). En las fiestas de esta época, era común correr toros y darles muerte a garrotazos y cuchilladas por el pueblo, en otras a venablo. En ocasiones también eran contratados toreros de a pie, que entonces se les llamaba “matatoros”.

Juan de Ablitas corre toros en Pamplona en 1403. Catalina del Pueyo, vecina de Tafalla, vende reses en 1501. Juan Gutiérrez Altamirano, primo de Hernán Cortés, se lleva a México vacas y
sementales de casta navarra en 1552, formando la ganadería de Atenco. También en el siglo XVI, padres misioneros llevan a Ecuador ganado de esta casta y “Don Luis” escribiría: “Estos padres misioneros fundaron en las ciudades sus iglesias y sus conventos, y al lado de éstos, para el sustento de sus moradores, plantaron huertos, que trabajaban ellos mismos, y cuya guarda confiaron a temibles perros, pero los indios no los temían;  asaltaban los huertos y se llevaban los frutos de los sembrados. En vista de ello, a los monjes se les ocurrió remplazar a la guardia canina por vacas y toros bravos que importaron de España, cuya figura y bravura eran desconocidos de aquellos indios, para quienes el nuevo peligro resultó invencible. A los efectos consiguientes, los misioneros cercaron los huertos con doble tapia, formando un callejón, de forma cuadrilátera, en cuyos ángulos quedaba cortado el paso, a fin de que las reses no se vieran y amadrinasen. Una de ellas colocada en cada callejón, pronta a atacar el menor ruido o movimiento que advirtiese, bastó para la invulnerabilidad del huerto.”

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