En la actualidad, pocas son las reses de
nuestro encaste estrella. De quince mil cabezas que pastan en Navarra, La Rioja
y Aragón, destinadas al festejo popular hay que añadir, alrededor de
novecientas más o menos son puras; tanto como lo fueron ‘Llavero’, ‘Nevao’ o
‘Generoso’. Este encaste que tan bravo es y famoso fue, hay que recordar que a
finales del XIX y principios del XX, dejó de aparecer por las grandes ferias,
por su falta de humillación, su gran intuición al desarrollo de la lidia, o
quizás por pequeño tamaño. Hoy en día, podemos nombrar a la ganadería de Miguel
Reta, asentada en el norte de Navarra, cerca de Logroño. Quizá, un ganadero de
los llamados ‘románticos’, que está haciendo un gran trabajo de selección e
ilusionado de poder llevar otra vez a esta casta al lugar que le corresponde,
como casta fundacional que es. Si ustedes quieren saber más sobre el trabajo de
éste enamorado, les recomiendo la visualización del siguiente video: http://www.youtube.com/watch?v=jkX_Q_0SE7M
Entrando un poco en materia, citaré unas
equivocadas palabras de un tal “Guerrita” que dijo: “…el toro navarro procede
de unas vacas lecheras, propiedad de un tal Lecumberri que pastan en Murillo de
las Limas y que las fuerzas de estos pastos las hizo bravas…” Pastos que
debería haber en otras épocas, no cabe duda de ello, pero que a día de hoy han
dado paso a campos de cultivo. Actualmente, la mayoría de las tierras que
ocupan estas reses son terrenos ásperos, duros y malos. Dicen que solo este
encaste es capaz de sobrevivir en tan espartanas condiciones, que otras razas
flaquean e incluso mueren cuando son llevadas adultas, y que sólo las jóvenes,
a base de buenos piensos, pueden ir aclimatándose.
Ese tal Lecumberri, fue ganadero Tudelano,
esposo de doña Isabel de Virto y Luna, hija de don Martín de Virto, y que se
tengan noticias ya corría toros por el año 1715. Cavando más profundo, tan
poderosa raíz, encontramos a Joaquín Antonio Beamont y Mesía, Marqués de
Santacara, llegando a formar el principal tronco donde arrancan las principales
vacadas navarras. En 1690 se lidian toros en Pamplona a nombre del señor
Marqués, y en 1701 en el de su capellán, don Juan Escudero Valero, quien
transmite la ganadería a Martín de Virto. Fue Antonio Lecumberri Virto, quien
vendería todo en cuatro partes: a Francisco Javier Guendulain, Antonio Lizaso,
Joaquín Zalduendo y Felipe Pérez Laborda. Hasta aquí, la flor de esta casta.
Avanzando en el tiempo, nos encontramos numerosos nombres, entre ellos el de
Nazario Carriquiri, pero por no aburrir más con datos y fechas, hablaremos de
ello en otra ocasión.
Sin embargo, llevándome la contraria,
retrocedemos en el tiempo y buscando datos curiosos, los
encontramos, como no podía ser de otra manera: Juan Gris, natural de Tudela, en
1388 (anda que no ha llovido) vende toros a Pamplona para ser corridos y
muertos a venablo (arma arrojadiza tipo lanza). En las fiestas de esta época,
era común correr toros y darles muerte a garrotazos y cuchilladas por el
pueblo, en otras a venablo. En ocasiones también eran contratados toreros de a
pie, que entonces se les llamaba “matatoros”.
Juan de Ablitas corre toros en
Pamplona en 1403. Catalina del Pueyo, vecina de Tafalla, vende reses en 1501.
Juan Gutiérrez Altamirano, primo de Hernán Cortés, se lleva a México vacas y
sementales
de casta navarra en 1552, formando la ganadería de Atenco. También en el siglo
XVI, padres misioneros llevan a Ecuador ganado de esta casta y “Don Luis”
escribiría: “Estos padres misioneros fundaron en las ciudades sus iglesias y
sus conventos, y al lado de éstos, para el sustento de sus moradores, plantaron
huertos, que trabajaban ellos mismos, y cuya guarda confiaron a temibles
perros, pero los indios no los temían; asaltaban
los huertos y se llevaban los frutos de los sembrados. En vista de ello, a los
monjes se les ocurrió remplazar a la guardia canina por vacas y toros bravos
que importaron de España, cuya figura y bravura eran desconocidos de aquellos
indios, para quienes el nuevo peligro resultó invencible. A los efectos
consiguientes, los misioneros cercaron los huertos con doble tapia, formando un
callejón, de forma cuadrilátera, en cuyos ángulos quedaba cortado el paso, a
fin de que las reses no se vieran y amadrinasen. Una de ellas colocada en cada
callejón, pronta a atacar el menor ruido o movimiento que advirtiese, bastó
para la invulnerabilidad del huerto.”
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